Esa maldita liturgia de entregar las llaves, con esa sensación que sólo el despojo te hace atravesar el abdomen con una punzada que tiene el filo del último corte que dividió aquel pastel que creíste que te endulzaba la vida o que creíste que tanto trabajo te costó hacer de tu cuerpo un almíbar y ese gusto amargo te peñizca la lengua una y otra vez te sacudes con esa desazón de no volver a abrir lo que alguna vez sentiste tuyo. Y una vez tuve que dejar las llaves de un gran castillo o de lo que creía que era un castillo quizás nunca lo fue o no hubo esa estatuilla de soporte que reinara y que no tuviera la fuerza para sostener la aguja del reloj cuando el arcano de nuestro tiempo marcó la dieciséis y quizás lo que no era castillo se desplomó tal como si lo fuera sólo sé que allí quedó el sello de la carta de amor que más humanamente le he escrito a la vida y que hoy sigue escribiéndose sobre la tierra sin escombro creciendo, respirando y siendo la cop
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